martes, 14 de enero de 2014

CAPITULO 16 - LA MISA HA TERMINADO


CAPITULO 16

Hay locas de locas y Martin Ramírez era uno de ellos. No había cumplido los trece años cuando vio que se le paraba si se quedaba mirando alguno de sus compañeros de clase. Como era tan feíto, se las ingenió para deleitarlos con lo que él ya sabía hacer y sin temblarle la voz ni perturbar para nada su perfil, les hacia la propuesta:"¿a vos te la han chupado?"  "Si querés te la chupo y verás lo rico que pasás. Es mejor que hacerse la paja".
Algunos se horrorizaban. Eran demasiado jóvenes y todavía no se asomaban al sexo. Otros picados por la curiosidad aceptaban de una, así Martin fuera tan feo que daba hasta asco someterse a sus caricias. Pero como lo hacía tan bien. Como ni los terneros de la finca succionaban igual a como él lo lograba, su fama fue creciendo y cuando cumplió los quince años eran muchos los turnos que debía establecer para satisfacer la demanda. Como no tenía que desnudarse para hacerlo, y solo bastaba abrirles la bragueta o bajarse los pantalones, iniciaba su ceremonia fálica en cualquier parte. En los baños del colegio. En la sala de la casa. Hasta en el salón de clase llegó a hacerlo con la complicidad de los demás que hacían rueda a su alrededor esperando que les tocara el turno y que el profesor no se diera cuenta. Con los días fue convirtiéndose en compañero imprescindible de los otros alumnos del colegio para ir los fines de semana a la finca o para llevárselo a las vacaciones. Lo llamaban «la ternera» y cuando los padres de sus víctimas preguntaban por qué le decían así, todos se habían puesto de acuerdo para explicar que le llamaban como «la ternera» porque todavía tomaba tetero pues era tan flaco y tan débil que había que alimentarlo con leche de tarro.

A un tipo tan devoto del sexo como Martin, su madre no había logrado inculcarle la religión. Él iba a misa con ella todos los domingos y la oía hablar en un extraño idioma cuando se santiguaba «credo in unum deo», pero ni así le causaba curiosidad. Los curas le parecían muy mirones pero nada del otro mundo como para coquetearles en plena misa. Y los monaguillos resultaban tan sardinos para sus apetencias, que prefería quedarse toda la misa contemplando sádicamente las imágenes del viacrucis y emocionándose hasta el paroxismo imaginando como le quitaban la ropa a Cristo. Él se sentía rompiéndole las vestiduras, dándole azotes y después recogiéndolo para limpiarle las heridas y hacer el amor con él. Se imaginaba en su locura sadomasoquista que Cristo debía tener un pipí circuncidado como todos los judíos y que como eran tan pinta debía tenerlo grande, blanco y rosadito. Fue tal la fogosidad que sentía mientras su madre se daba golpes de pecho y musitaba repetidas veces, «kirie, kirie eleison», que en varias ocasiones, sin tocarse, solo pensando en estar haciendo el amor con Cristo, imaginándose en las más excitantes posiciones, sentía que por la punta de su miembro viril se venían gota a gota las perlas de la felicidad.

Por supuesto, cuando su madre lo miraba para medir su piedad y devoción y lo encontraba en éxtasis, aferrado a la baranda de la banca de la iglesia, mirando el cuadro del viacrucis, con los ojos idos, como si fueran los de un idiota en trance, ella no podía pensar sino que su hijo, tan feíto, tan langarutico, no estaba muy lejos de la vida monacal y de ser un sacerdote lleno de fe. Dios la estaba oyendo y según sus deseos, su hijo, que en la vida normal no habría tenido chance de sobresalir o de ser admitido por su delgadez extrema, podría encontrar sombrilla eterna estudiando para cura.

A Martin ni se le pasaba por la mente las ventajas que tendría donde se convirtiera en ministro del culto católico. Su interés seguían siendo los hombres y su ritmo no era el de las oraciones. Su vida estaba dada por la medida en que se desesperaba buscando a quien chupársela. Pero como doña Merceditas Urrea no conocía esa parte feroz de su hijo, y seguía confiando en que con solo llevarlo a la iglesia le despertaría la vocación, siguió con su rutina lenta pero constante sin saber con cual demonio del sexo se estaba enfrentando.